15 de octubre de 2013

de tiempos espalda


la mujer está tendida sobre una charca de palabras. me han dicho que las charcas –que no son charcos– llevan más tiempo sumándose; más tiempo de aguantar que poco a poquito se les vaya juntando encima el agua. agua que viene de todas partes y se acumula sin orden, como ahora, de todas densidades. las de ella, las que nublan su charca son frases no dichas; diálogos inventados; explicaciones repetidas en la cabeza hasta el hartazgo; frases que han roto pedacitos de piel y profundidades de la memoria.
la mujer desnuda está tendida sobre una charca de palabras. en algún momento, no sé sabría hace cuanto tiempo, se ha vuelto de costado; quizá para no dar el rostro. quizá para evitar esos pedazos de oración que le escurren por el cuello. quizá simplemente para darnos la espalda. pero aún sobre ella, sobre la zona que anticipa las caderas, la espalda está ya embarrada de algunas letras y un par de números. a pesar del tiempo-de-costado, la espalda baja sigue llena de palabras. y un par de números.
la mujer desnuda está tendida de espaldas sobre una charca de palabras. por su exiguo respirar sabemos que ese cuerpo hubo llorado ya infinitas tardes y noches. hay una respiración contrahecha pero de tanto intentar, pacífica, que sólo consiguen los cuerpos que han sufrido por años. se sabe, con sólo verla de espaldas, que la mujer ha sufrido lo que el tiempo no dice, acaso incluso no lo recuerda. puede ser algo de eso, de esto, lo que empañe la charca. y sin embargo, el cuerpo luce impecable a la luz cenital que delicada, la cubre. parece que no hubiera pasado sobre ella, el destino. resta en tanto una sola posibilidad para justificar la dolida respiración doliente, la mitad de todas esas palabras encharcadas siguen dentro de ella.
la mujer desnuda está tendida de espaldas sobre una charca de palabras que de ella se escurren; a medias, pesadas, descoloridas, perdidas de sentido y sustancia cuando debieron haber sido dichas. sin embargo, fueron silenciadas. se las debe haber tragado una a una hasta que ya no cabía ni el rabillo de una letra más. debe haber sido entonces que el peso de tanto sufrimiento finalmente la tiró al suelo y sobre ella, a sus costados, en derredor, se disgregaron revueltas el resto, los residuos, de lo que no se pudo decir, entonces, quizá incluso hace décadas. 
la mujer desnuda está tendida de espaldas sobre una charca de palabras que de ella se escurren develando (y recordándole) que antes de ese día funesto hubo otra vida. con más o menos palabras, no se sabe, ni parece que le importe. era una vida otra; esto es lo fundamental. de no haberse quebrado, la mujer tendida de espaldas sobre una charca de palabras, estaría quizá escribiéndolas a ritmo constante y bien puntuado. no habría pues, dado ya la espalda, vencida y en protección. tirada, como cuando las detonaciones confirmaron su zona más vulnerable. probablemente fue desde entonces, durante este instante eterno en el que pasaron las balas apenas centímetros arriba de la espalda, que se le partió el cuerpo en dos. nadie se dio cuenta. ella lo sintió con absoluta y aterradora claridad, pero pronto hizo de ello, olvido; era mejor así. sería casi imposible explicar cómo te hiere una bala que casi te roza; una bala que, de haberte entrada por la espalda posiblemente te hubiera dejado desde entonces como ahora, tendida de-costado; pero entonces hubiera sido visible el daño, igualmente irreversible de irreverencia y mezquindad. hay dolores que son así, sabes, mezquinos. el de la mujer desnuda tendida sobre una charca de palabras era uno de esos dolores silenciosos e invisibles; esos que no (a)parecen sino por dentro, en su caso a toda hora, como eterno y fiel acompañante, funesto de presente; podrido de realidad; despreciable y mezquino, insaciable, rompiéndolo todo a su paso –especialmente las palabras que hubieran querido ser frases.
a veces, como para justificar el dolor, la mujer tendida de-costado se dice a sí misma: “al menos todavía tengo espalda. por lo menos, aún puedo darla.” recuerda lo que leyó después de conocer a safaa. entre los egipcios, desde tiempos que han hecho su historia, se dice de un extranjero que es aquél que no tiene espalda. ser un sin-espalda es no pertenecer a nadie ni a nada. reconocerse en ningún sitio. “al menos todavía tengo espalda.”
otras veces, muchas más de las que pueden soportarse en sano juicio, el cuerpo de la mujer recuerda solo. y se cimbra sin avisar desde el tiempo antes del quiebre; se cimbra en prevención, como si queriendo haber avisado lo que venía. como pidiendo, todavía, un mejor cuidado, algo de protección; salvamento anticipado. podría ser que fuera por esos momentos que la mujer tendida de costado sobre una charca termina así, encharcada de prevenciones ignoradas; desahuciada de vaticinios; devastada por el tiempo antes del quiebre, cuando aún era solamente vulnerable, extremadamente vulnerable a lo que estaba por venir. la mujer entiende entonces que el cuerpo lo supo antes y trató de anticipar su propio mal, como si para salvarse de su propia caída. para evitar la brutalidad del duelo inconsumido que habría de venirle por vida.
 .   .   .
y sin embargo pienso, ocurre, viene a suceder en mí que la mujer tendida de espaldas está todavía protegiendo algo. el cuerpo exhala, entre tanto vencimiento, todavía un rezago en pie de guerra. después de la espalda y las palabras encharcadas todavía resta de sí una parte que salvar del nombre que nombra su indiferente discapacidad.
lo que queda está del otro lado. dada la espalda, incluso y primero, en definitiva y a pesar de la inconfesabilidad del dolor, la mujer todavía protege; se protege de sí. y guarda en su garganta lo último que le queda para silenciar el grito que llama en destrozo lo que quisiera nombrar como una extrema injusticia; crueldad atroz que jamás ha podido explicarse plenamente. lo guarda, hecho un círculo de proporciones y composición indefinidas. un cúmulo, acaso pequeño, –si fuera del cuello; pero pesado, –si dentro de él; que le dice, algunos días, todavía


No hay comentarios:

Publicar un comentario