27 de agosto de 2012

de colapsos y cuerpos impresos | this mountain collapsed and became a bridge




En otros términos,
no es cuestión de registrar el contexto,
sino de reflejar sus contornos,
de darse a imprimir un contexto.
J. Derrida



Intentando escribir desde el despliegue del pensamiento la condición que entrelaza y distancia a la filosofía de la literatura, Jacques Derrida apela al proceso de traducción como queriendo encontrar en su cauce una brecha evidenciable sobre los destinos de una y otra. Supone, tanto como duda, que aquello que puede denunciarse como filosofía logra sobrevivir a los procesos de traducción, quedando entre una y otra lengua, esa idea esencial que se sostiene más allá de la palabra —aún si supeditado a ella. La literatura, por el contrario, podría por completo desaparecer en el proceso de traducción, perdiendo no sólo su sentido sino su firma. Nada quedaría en obra de la literatura de sufrirse consumida por la traducción; de la filosofía sobreviviría ese filamento de verdad, a pesar de los embates de un idioma sobre el germen del pensamiento.

Al iniciar así las conversaciones en El gusto del secreto que Jacques Derrida sostuvo con Maurizio Ferraris, sus palabras no hacen sino advertirnos que el gran cisma, la inesquiva alteración, acecha siempre incansable a/en la escritura. Derrida afirma que, anticipando la deconstrucción, el pensamiento filosófico hizo por emanciparse del escrúpulo de la verdad y se atrevió a recorrer las venas de la escritura poética en busca de un hacer acontecimiento que asumía como condición el quiebre ante la comprobación y en ello guardaba la singularidad como certeza radical.

Cuando la fotografía aparece como mirada asestada en evidencia sobre el mundo a mediados del siglo XIX, una condición similar fisuraba el orden de la visualidad. En la literatura, el realismo se empeñaba en destinar la atención de la palabra sobre la minucia de los detalles para reducir distancias, se pensaba, para conocer(se) más de cerca; la óptica luchaba también por favorecer la captación verdadera de lo cercano, aún si intrascendente o aún incomprensible; el presente hacía por condensarse en sus detalles en una obsesiva alteración de la conciencia sobre su propia caducidad; para algunos, la fotografía parecía haber nacido para ello. Para otros, su decir habría de andar los linderos opuestos al empeño positivista, aún si compartiendo el derroche de su acontecer como eternización del presente.

Esa desprovista contemporaneidad cuyas urgencias en estela siguen imprimiendo el presente desbandado sobre el que fotografía Alex Dorfsman, dialogan entre bastiones cercados por las posibilidades, todavía, del saber decir alguna verdad literaria, o capturar —incluso poéticamente— los contornos de algún despiece filosófico. Lejos estamos de una mirada en registro positivista y sin embargo, la afición por hacer acontecer sus cualidades atestiguantes, reverbera en tensión paralela.

Tal es que antes o después de andar el tiempo de la observación incisiva, Dorfsman narra el accidente sin denunciar el orden de sus partes. Esa montaña que se colapsa para convertirse en un puente “es una suerte de gran sismo, de temblor general, y nada hay que pueda sosegarlo; […] [si] aún el mero enunciado está sometido a fisión”.[1] Dorfsman ha elegido dejarnos en vilo sobre la grieta que confiesa la verdad que sus imágenes persiguen o esconden de intuición convencidas.

Enunciando en esa primera oración que hace el título del proyecto —This mountain collapsed and became a bridge— Dorfsman juega con la verdad como si desafiando los linderos de la literatura, la filosofía y la fotografía; el violentado y silencioso acontecer que imprimen sus letras configura el sustento de una superficie que se desvanece. Re-signado (es decir, marcado de nuevo, inscripto por partida doble, herido por segunda vez; pero también inscribiendo de nuevo su mirada, en su nombre y su firma después de haber visto lo que acaso se hubo ya perdido, de nuevo, otra vez, esta vez ¿…para siempre?) Dorfsman nos participa de un estado desprovisto. Su fotografiar deconstructivo pone a prueba el ejercicio de la traducción entre la realidad y sus demarcamientos. Asumido el riesgo en cada disparo, decide sin saber los alcances que desenvolverán sus efectos, entregado al acecho (in)traducible de lo (in)visto. Pero Dorfsman sabe esperar los tiempos en los que el resplandor se consume de opacidad; sabe esperar los quiebres de la apariencia; sabe reescribir las frases sencillas hasta el enmudecer de su condena. Dorfsman sabe dudar de lo que se da a ver; para imprimir en cambio, sobre ello, lo visto. Aquel que se entrega sabe-sin-saber que ya ha visto.

Aseguraba Derrida sobre el sentido de la escritura como ejercicio de pensamiento filosófico en el querer hacer obra que “en definitiva es cuestión de producir performativamente no un contexto general, desde luego, sino cierto contexto, que no haya precedido ni circunscripto los enunciados pero que haya sido marcado por ellos.”[2] Su llamado a la entrega de sí en la escritura como cuerpo ejerciendo su ser singular cuando y siempre reconociendo su condición hospitalaria a la huella del otro, rastrea con tacto esclarecido el deambular del deseo vuelto visible del fotógrafo que nos ocupa. Las imágenes de Dorfsman no se sostienen en prenda de una determinada geografía, ni plantean completarse como tendidos territoriales de reconocimiento orgánico. Sus encuadres acuden al llamado de una similar insistencia más allá de los desplantes geográficos y culturales.

Después de un tiempo de convivencia desventurada si aferrada entre inquisiciones informativas, en sus tomas resulta asombrosamente claro el tono que susurran sus filiaciones. Performativamente, en el escrutinio sensible del entorno y las preocupaciones más íntimas en reverberación del cuerpo interno, Dorfsman descubre cómo inscribir su mirada de cuerpo vulnerado en el contexto; no ya a la inversa. Deja atrás los intentos fotográficos de captura y superioridad del que encuadra como puesta en marcha de una tecnología reproductiva. No ciñen sus colindancias formales la imposición seriada de un tema o un tenor, ni siquiera un estado anímico. No puede afirmarse que su universo visual se comporte entre réplicas hechas de pequeñas variantes advertidas de paciencia, costumbre y oportunidad. No hay aprendizaje por repetición, no hay encuentro sin desgarro. No sería así como las montañas se convirtieran en puentes.

La escritura de su pensamiento-imagen sucede en la decidida insistencia con que el joven fotógrafo ha venido configurándose un singular y único contexto. De sobra sabe que no es suficiente registrar por forma o concurrencia la vista dada de un paisaje —sea microscópico o inabarcable. A cambio, se da a imprimir dentro de sí la consistencia anímica, epistémica y climatológica de un mismo y continuado contorno de evidencias invisibles. Dorfsman ha aprendido a absorber esa duración que comporta lo visible incomprobable y que, a veces, parece haberse rezagado en el hueco devaluado de alguna humedad, o dentro del canto añejo de un borde oscurecido de hartazgo. Es cuando la mirada prefiere recorrer las concentraciones pasadas del presente, que se advierten sus dislocaciones y nuestra posibilidad de engarzarlas en el construir de un contexto reconocido, impreso dentro.

De otra forma, cualquiera lo sabe, resultaría imposible hacerse con una montaña, un puente. No habría en ello sustancia alguna que soportara el ejercer de la traducción; de imponerse una figura sobre otra, fracasaría su existencia narrativa como apuesta literaria tanto como su viabilidad en potencia reflexiva para enfrentarle en condición filosófica. De otra forma sino dentro, sería imposible soportar el colapso. De otra forma sino dándose a habitar por los latidos cimbrados de sus encuentros, sería imposible reconocer entre impresiones la poética verdad del universo.


Marcela Quiroz Luna


[1] Derrida, Jacques / Ferraris, Maurizio. El gusto del secreto. Buenos Aires: Amorrortu, 2009, p 22. (Il gusto del secreto, Roma: Gius. Laterza &Figli, 1997)
[2] Ibid., p 28.