23 de marzo de 2012

(in)digna mirada


En 1985, Jorge Luis Borges relataba en una conferencia algunas experiencias sobre su único viaje a Japón. Sin más, afirmaba haberse sentido en todo momento como un bárbaro injerto en una cultura milenaria y honorable. Guiado por una compañera de viaje de memoria joven y ojos certeros, Borges comparaba su personal estado físico ante tal emprendimiento transatlántico de esta forma: “en cambio yo, viejos ojos ciegos; mi memoria es pobre” –evidencias irreversibles que con un resto de resolución confesaba haber enfrentado así: (a pesar de ello) "traté de no ser indigno de aquel viaje."
De sobra se sabe que Borges vivió sus últimos años escribiendo desde una mirada ciega; sin embargo, no es frecuente entre sus escritos el enfrentamiento con esa condición de ‘indignidad’ que esta frase devela como íntima duda de pertinencia ante la invitación a conocer un país cuya visibilidad le permanecería ajena.
Sobre lo indigno y la ceguera atravesados por la palabra que entre ellos se excusa[1] andaremos a tientas siguiendo, por un momento más, a Borges en aquellas memorias: “Yo pude conversar con un monje de un monasterio budista. Este muchacho, de unos treinta años, había estado dos veces en el Nirvana; me dijo que él no podía explicármelo, y yo le entendí. Toda palabra presupone una experiencia compartida. Si yo digo "amarillo", se entiende que el interlocutor ha visto el color amarillo. Si no lo ha visto, la palabra es inútil. Bien, él no podía explicarme nada porque yo no había alcanzado el Nirvana.”[2]
Sobre la imposibilidad de la palabra para asignar lo invisto y exponer su potencia compartible también hablaremos, intentando, en este caso, comprender cómo sucedería, si tal, la indignidad de la palabra que desconoce; carece de; ha olvidado; o acaso, ha decidido perder su referente, y con ello, su lazo con el mundo.
Retengamos mientras tanto esa afirmación entonces comprendida en silencio por un hombre ciego frente a un monje: ‘toda palabra presupone una experiencia compartida.’[3]
Desde hace 17 años, el artista chino Song Dong escribe un diario de agua sobre una laja de piedra que casi de inmediato hace desparecer por absorción sus trazos. La escritura del diario trazada de invisibilidad destina en el no-dejar-de-sí, sólo el recuerdo del gesto en el cuerpo y su registro fugado en una serie de cuatro fotografías. La impermanencia escritural de su ser en desaparición dispone de una función poco usual a la mirada, pidiéndole no que exija de la superficie escrita la emergencia y soporte de un significado legible, sino la disposición para distenderse en estado de coexistencia táctil sobre la imagen como duración, más allá de la huella de los caracteres trazados de caducidad. La escritura que desaparece pide, conforme se absorbe, que la dejemos ir; como si nos diera permiso, lugar y dignidad en el actuar para no-verla. Como si –siguiendo en reverso la presuposición de Borges– fuera esa la experiencia compartida que la palabra quiere entregarnos en esta obra: su desaparición.



Se podría hablar aquí también de un carácter indigno e incierto, como si las memorias confesadas del artista carecieran de la dignidad suficiente para permanecer, y que por ello se entregara a la velocidad y contundencia de su absorción. Sabiendo que a pesar de capturar el acto en cuatro fotografías, sucederá primero la desaparición del signo antes de la completud del significado, de tal temporalidad fugaz que del artista restará intocada la (in)dignidad en (in)transcendencia de sus secretos.[4] [Esta hipótesis podría sin mucho esfuerzo sostenerse cuando se comprende el valor que social y culturalmente se ha destinado históricamente en la cultura china a la grafía y aquello verdaderamente digno de permanecer como palabra escrita para recordarse y durar como testimonio y legado. Cuando por otro lado, debemos recordar que la enseñanza taoista finca la verdad del actuar, de la existencia, en el gesto (aparentemente) inútil, ‘ineficaz’, aquel que no deja huella ni resulta conducente a una acción de ‘mayor importancia’.[5]]
En cualquier caso, si volvemos a Borges escribiendo en memoria de un antes de la mirada, podríamos casi estar seguros de que el escritor encontraría sentido en el reiterado gesto del artista chino por confirmar ese residuo de palabra incompartible que anida en el cuerpo. Ni la escritura de Dong es para leerse, ni el Nirvana es para ser narrado. Sería igualmente inútil intentarlo en ambos casos, perdería sentido el gesto mismo por semejar analogías con las huellas de un lenguaje de estancia insuficiente.
**Esto lo entiende Borges viajero cuando es dejado sin palabras o descubierto de ellas como si de (re)aparecer el lenguaje y sus significados compartibles le pudieran cubrir como un manto; un manto digno para portar la ceguera. Sin manto (el del lenguaje), el cuerpo es incapaz de portar narrativamente la experiencia. El monje sabe que de nada serviría intentar decirse para osar ‘acercar’ en palabras el Nirvana, pues serían palabras ciegas. Todo conocedor de la sabiduría del dao, sabe que de ello, de la vía, no se habla.
Borges escribe sobre lo que no ha visto con palabras que asumen su eficacia en la duración de su inexistencia. Enuncia así su forma de comprender lo intransmisible a la palabra de lo que tantos filósofos occidentales han hablado también (Roland Barthes y Jacques Derrida entre ellos[6]). Intransmisibilidad que ahora nos ofrece un estado de convivencia entre lo que las imágenes fotográficas de Song Dong captan en comprobación de lo invisible.**
El gesto del cuerpo que escribe un diario con agua precisa de una relación distinta entre el ser y la palabra de la que creemos o solemos disponer y dar por entendido. Sobre esta obra y su empeñada impermanencia he reflexionado ya muchos años; sin embargo, nunca había pensado en esta pieza desde el lazo de una relación de (in)dignidad entre la palabra(escritura) y la vista(mirada).
Pienso entonces que en la escritura del diario de agua sucede algo parecido a este intento de dignidad que Borges pretendía asumir; releyendo su afirmación parecería esconderse en ella algún resto de asumida futilidad inexplicable a sus anfitriones.
Las fotografías con que Song Dong registra uno de los muchos días de su proceso escritural acuoso intentan comportar un registro digno y duradero de un empeño íntimo y  seguramente también inútil (*como la mirada táctil del escritor sobre algún paisaje cuyo silencio anuncia el tenor indescriptible de sus bordes) buscando la forma de dejar un registro de experiencia compartible sobre aquello de otra forma incomunicable –*ya sea el decir íntimo de uno, o la impresión invisible del otro.
Me pregunto si ¿dejar por escrito aquella duda sobre la dignidad deseada por Borges, comparte en sustancia la humanidad de la confesión (in)visible del artista que hace por dignificar en obra su íntimo hacer de años habituado? Ambos hombres declaran a su modo la conciencia precisa y clara sobre el cuerpo (in)visible de su acción. Apelando a la súplica, al suplicio, al suplir de lo que, a pesar del tiempo, logra restar y queda como memoria de una palabra de aquello que –a pesar de ellos– pudo haber sido visto.
Preveo que aún estas palabras no se han detenido lo suficiente sobre eso que pretendo ver como (in)dignidad trazada entre estos hombres y sus obras, invocando entender sus refugios sin imagen en la palabra y sin palabra en la imagen.
Intentemos asirnos de la duración (in)digna de una palabra que se desvanece como la de una mirada que a pesar suyo no ve. Ambas confinadas a ser-sin-registro.
Si partimos del entender semántico de la palabra derivable entre su condición adjetiva y el obligado ser-sujeto hacia el que busco lanzarle: indigno/(in)dignidad tendríamos que traer a nosotros, a la escucha y al cuerpo, un afluente de sentimientos relacionados con la insuficiencia que sobre uno o sobre el otro se vienen encima para dejar sobre sí su estigma como marca indeleble. Tendríamos que habérnosla con la falta de mérito o derecho; con la insuficiencia de razones laudatorias; incluso con la ira que hace fruir la indignidad en indignación.
Pero posiblemente, entre las definiciones de sentido que comportan una fertilidad más en consonancia con nuestro comprender, hayamos de recurrir a aquellas que hablan de la indisposición y la incapacidad. Hemos de dejar en claro (entre su necesario enturbamiento) que los motivos para tal indisposición e incapacidad con que se relaciona el ‘ser indigno’ pueden ser tan variados como dudosos, pero en general apuntan a aquello que desde su estado de preparación para el viaje, condensaba ya Borges en tanto condición en-desventaja-asumida pero soportable (y en ello su durabilidad como capacidad de supervivencia); esta (in)dignidad tendería a verse entonces como un estado extensivo al resto de la experiencia vital y sus derivas reflexivas.
Como si a sabiendas del no-ver y su indisoluble capa de (in)dignidad el cuerpo asumiera desde la palabra un estado irresuelto frente a lo visible; irresuelto e insoluble. La dignidad que buscaba así la no-mirada de Borges frente al viaje aparentaría carecer de la solubilidad con que las palabras de (in)digna permanencia del artista chino solventarían su injustificada duración. Pero, establezcamos aquí la vertebralidad de la diferencia entre la ‘indisposición’ y la ‘incapacidad’. Hagámoslo pensando en un tercer momento de existencia entre un hombre y su invidencia –sea de imagen o de palabra.
En otro tiempo y contexto, pero negociando desde su lugar esas formas de estar entre la imagen y la palabra, el fotógrafo mexicano Gerardo Nigenda, retrataba desde su ceguera un espacio arquitectónico completamente borroso. Como sabiendo de antemano que esa mirada –la de los ojos y la cámara– no es la única, ni es necesariamente fiable, quizá tampoco digna[7] –entre la indisposición y la incapacidad que hemos ya llamado a ver para escuchar su distancia.

Resulta así, como varios de ustedes deben ya conocer la que fuera su costumbre de relación punzada con la imagen, que sobre la fotografía impresa –siendo esta precisa imagen a cuya memoria nos asiremos: la del patio del Centro Fotográfico Álvarez Bravo– Nigenda perforó en Braille una descripción perfectamente narrada del espacio que su cámara, como sus ojos juntos no-vieron(sino recorrieron); espacio que fotográficamente ambos, cuerpo e imagen, no-nos comparten(sino en evocación). Quizá, de verlo, el resultado por entero borroso de la toma fotográfica le pudiera parecer por entero inexcusable a algún otro fotógrafo o espectador que esperara en literalidad lo que Nigenda promete: enseñar en comprobación visible cómo es ese pequeño y cálido patio interior del CFAB en Oaxaca. Al contrario sucede, inmersos en la incapacidad descriptible de la imagen, nos encontramos como Nigenda a un lado de quien debe haber servido entonces como guía o acompañante para confirmarle en voz los contornos, dimensiones y colores de ese espacio, escuchando (en nuestro caso leyendo) la vívida narración de un encuadre arquitectónico habitado, que como imprecisión visual, ha sido literalmente inscrito sobre la imagen; seguramente conciente del (in)digno contenido descriptivo que la fotografía ‘sola’ nos ofrecería frente a su experiencia. Resultando que lo que la foto no nos dejará ver; la palabra en su narración penetrada nos hace tocar, para afirmar desde el interior de nuestro cuerpo una disposición para conocer lo que hubiéramos exigido ver. Quizá es que desde el principio no entendimos la promesa de Nigenda: no habría de mostrarnos como es, sino cómo se ve.
Se leen así sobre la superficie de la imagen las punciones de su descripción:
Pilares de color blanco. La pared tiene una enredadera color verde y las flores son moradas. La unión entre pilares está compuesta de plantas y macetas de color también verde. Las plantas son cactáceas en su mayoría. En el fondo se ve el vigilante, don Tino, y al fondo la entrada principal. El piso del primer patio es de cantera verde. La toma se realizó desde la parte posterior hacia el frente, por lo que se muestra la entrada.
Gerardo Nigenda. Primer patio CFAB
Pero Nigenda supo, seguramente desde el instante previo al disparo de la cámara, que aún de haber apresado una imagen de apariencia ‘perfecta’ (es decir en un sentido formal tradicional en cuanto a información tonal, juego de profundidades y contornos nítidos) restaría indecible lo que a él le interesaba compartir (en tanto convivencia durable) de un espacio. Sería insuficiente cualquier fotografía, o incluso un grupo de ellas, para condensar la familiaridad en la experiencia corporal que la narración punzada remite. Nigenda hace evidente en esta compenetración escritural sobre la superficie de luz impresa que reconoce con todo el cuerpo, la incapacidad de la fotografía para develar en la más plena (in)dignidad lo que a él le interesa entregarnos no como obra, sino como experiencia.
En perfecta resonancia y fe sobre la afirmación de Borges –‘toda palabra presupone una experiencia compartida’– Nigenda destina al lenguaje como marca legible la reinstauración de la dignidad en la imagen –en tanto don, capacidad y disposición. Una vez leída su descripción (que incluso enturbia aún más la superficie de lo visible retratado) el espectador lo entiende todo, sabe, reconoce, asume y agradece con vista borrosa, que ahí, en ese cuadro, sobre esas palabras que habría de saber leer con la punta de los dedos; de ese espacio que quizá nunca ha habitado, ya todo le ha sido dado; quien observa la imagen de Nigenda comprende que aún sin probarse digno de ello (dispuesto o capaz de recibirlo) le ha sido dado el don indecible del mirar que sobrepasa su designio –aquel del que un monje japonés la hablara en silencio a Borges.
En un gesto aparentemente contrario al de Song Dong, Gerardo Nigenda inscribe en la permanencia de la punción sígnica lo que no confía en destinar a los contornos (im)precisos de una fotografía no-filiada. Uno y otro, Dong y Nigenda, despliegan entre la imagen y la escritura un sentido particular de lo que ‘pueden decirse’ la una a la otra; ponen a prueba los sentidos y alcances de la mirada que guarda silencio y aquella que también ha aprendido a leer lo que no ve; distancian las posibilidades legibles de la escritura tanto como los destinos visibles de la imagen fotográfica. Entre ellos, cuestionamos nuestra propia dignidad sobre lo que (sabemos o no) recibir del mundo y sus contornos visibles o enunciables. Entre ellos, como si tuviéramos también que prepararnos mentalmente para un viaje en el que nos pre-visualizamos como salvajes enceguecidos, las obras de Song Dong y Gerardo Nigenda nos obligan a cuestionar lo que usualmente le pedimos a la mirada que cree saber distinguir sin prejuicio entre imagen y palabra. Recordando que entre los huecos de nuestras expectativas y las heridas de nuestras inseguridades, existe la posibilidad de convertir nuestra fragilidad en una experiencia compartida de cegueras desmontables.
Antes de concluir, recordemos a Roland Barthes hablando sobre la relación entre el arte y la escritura para sugerir un discurso que pudiera hacerse de ello sobre los linderos del goce; hablar del discurso estético, sugería Barthes, dándole a esa categoría una ligera torsión para alejarla de su fondo idealista y en cambio acercarla al cuerpo, a la deriva.[8] Hacerlo, atreverse a disparar una cámara estando ciego; asumirse en fortaleza y dignidad para viajar a un país ‘invisible’; enunciar por años el tiempo del alma sólo para constatar la propia transitoriedad; son formas asumidas en respuesta activa a esa propuesta lanzada por Barthes sobre la posibilidad de ‘recuperar’ el discurso estético.[9] Alejarse del idealismo del viajero convocado en plena lucidez; ausentarse del impulso por legarse en la escritura; fotografiar un espacio sobre el entendido de su sensación dimensionada exclusivamente por el cuerpo propio, es suponer que entre estas vías no sólo se habita la disposición y capacidad de asumir el goce de la experiencia derivada, imperfecta, incompleta e (in)digna; sino que las señas visibles de nuestra propia indisposición saben traspasar, atravesar, perforar y proyectarse dándonos (al tiempo inasignable del don) la silenciosa calma retribuida del decirse hacia otras duraciones –invisibles, inenarrables o desaparecidas– desde el reconocer de la propia insuficiencia –mediática, narrativa, corporal– compartida y complementariamente (in)digna.
Recuperar la conciencia de la debilidad que somos, sugería Derrida, es la única manera de dar lugar al acontecer. Si somos incapaces de reconocernos al amparo y en resguardo de las imágenes y las palabras que (re)creamos en tanto residuos de aquello que nos sucede y en su durar destina nuestro acontecimiento, no habitará en ellas la fuerza que nos permita dar a leer, dar a ver, nuestro existir siempre incompleto y siempre en busca de reconocerse olvidado en el decir del otro que mira sobre nosotros lo que somos incapaces de ver.



Imágenes:
Song Dong. Writing Time with Water. 1995 - a la fecha. 4 fotografías a color.
Gerardo Nigenda. Primer patio del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo. 1999. Plata/gelatina.


[1] Hablar aquí de una palabra que ‘se excusa’, es traer sobre el discurso esa palabra que intenta disculparse de su indignidad anunciada o padecida como condición de antemano explicada al otro, puesta frente a el, ofrendada en extracción.
[2] Jorge Luis Borges. “Mi experiencia con el Japón” - conferencia pronunciada el 8 de julio de 1985 en la sala Promúsica en Buenos Aires, Argentina. http://bibliotecaignoria.blogspot.com/2010/09/jorge-luis-borges-mi-experiencia-con-el.html
[3] No dejemos de notar que en ese momento entre-dos sobre la certeza de imposibilidad compartible del lenguaje para decir lo que uno demanda del otro, sucede ese otro tiempo de la palabra, cuando silente, reconoce su estar-en-reconocimiento; más allá de su ser reconocido o reconocible.
[4] El despliegue semántico y sintáctico entrecomillando el prefijo negativo (in) al que recurro al recorrer de este ensayo, se insiste para reiterar la condición no sólo dual o reversible de la palabra, sino injerta de su propio significado contrario; ya que al discurrir de la escritura estos conceptos van evaluando su propio acontecer y pertinencia dentro de sus propios confines. Entrecomillar el prefijo (in) lo encasilla y como unidad variable, le reitera aislado y aislable; no destinado por derecho dado a una cierta cualidad sustantiva o adjetivada sino en una determinada condición de colindancia que no le permite sino horadar dentro de sí, si ha de penetrar el sentido de la palabra a la que decide anteceder. Suspendido en este estado de colindancia diferencial sostiene en promesa su potencial endógeno sobre la palabra en la que ha de consumirse.
[5] Al respecto se sugiere la lectura del Tratado de la eficacia y el Elogio de lo insípido de François Jullien, ambos editados por Siruela.
[6] Entre otras figuras, Barthes avista esa intransmisibilidad de la palabra una especie de mirada al fondo del lenguaje, ligada a la tradición, pero aún, inasignable en nombre y consistencia. Derrida hablaría, entre otras cosas, de un resto, esa restance que no es cuerpo ni es escritura, pero que permanece en la letra sin destinatario preciso, pero cierto. Recordemos entre ellos la posibilidad de hablar de aquello que aún intransmisible, es ‘recibible’ en la escritura (distinción atendida no a profundidad por el propio Barthes en su ‘autobiografía’ como estado de existencia entre el texto y el lector, entre sus más conocidas categorías de lo ‘legible’ y lo ‘escribible’). Al respecto ver: Barthes, Roland. Roland Barthes por Roland Barthes. Caracas: Monte Ávila Editores. 1992. (1975) p 129.
[7] Pensando aquí la ‘dignidad’ en tanto estado de correspondencia entre términos que equivaldrían su valor o merecimiento de asignación; digamos por ejemplo, entre el espacio retratado y su imagen; entre la mirada humana y la de la cámara, etc.
[8] Ibid. p 94.
[9] Propuesta lanzada con un cierto descuido entre los muchos y variados apartados que componen Roland Barthes par Roland Barthes, ¿como si inseguro de la propia dignidad de la apuesta?