18 de marzo de 2011

Sobre un tal Ireneo y su estar de espaldas


De Ireneo Funes se ha escrito ya, seguramente muchas más veces de las que conozco. Así sucede con los cuentos de Borges, por lo general la citación tiende a proceder ad infinitum, especialmente en este tipo de relatos en los que la historia de una vida se nos da en pedacitos, sin moraleja, apenas para decirnos que esa vida inexistida fuera de las letras, puede ser en parte la nuestra, de aceptarlo. Así que me encuentro pensando cómo y por qué, es decir, en que condiciones es que el personaje principal de Funes el memorioso hubo de desarrollar la avasallante capacidad mnemónica que señalaría su singularidad e idóneo andar para un relato borgesiano.


Cuenta Borges que a raíz de una caída y su posterior estado-de-lisiamiento, Funes se ve desde corta edad confinado a la existencia varada. [De eso, del estado encallado, sé bastante. De las ‘condiciones’ que este estado implica y conlleva sigo a diario reflexionando siendo que hay que entender que las condiciones de una cierta condición médica no sólo condicionan sino condensan; señalan un estado supeditado que sucede ya siempre en el infinito pasado imperfecto del ‘si acaso no..’ –posibilidad invertida que tiene que aprender a existir a condición de no existir como antes.] El asunto es que en el relato del memorioso sucede con absoluta naturalidad el traspaso del desenlace lisiado al desarrollo de una cualidad notablemente superior a la media. Tendido en su cama sobre el costado, de espaldas a la puerta, a Ireneo no le queda más que recordar. [Extrañamente a mí me ha pasado a la inversa aun si sobre el mismo eje, tendida en la cama sobre un costado desde el desenlace iniciático de mi condición no me ha quedado más que olvidar.]


Borges nos hace suponer que a raíz del accidente fatal Ireneo deviene en una especie de cuerpo memorioso exacerbado. El cuerpo suyo que no puede ya moverse y recorrer los ‘afueras’ para ver lo que aún podría sentir de verlo-andando, lo suple su memoria reviviendo con absoluta precisión segundo a segundo lo que antes vio, vivió y sintió. Su existencia ‘adentro’ procede en desmenuzamiento preciso y puntual sobre el detallado recuerdo de lo vivido. Su prodigiosa memoria-de-espaldas al mundo hace que el joven tendido en la oscuridad lo recuerde todo viviendo desde entonces sobre la superficie sensible del pasado con tal precisión que, Borges parece sugerir, es como sí realmente estuviera de nuevo viendo aquellas nubes de tormenta antes de la trágica caída.


Terminado el relato resulta que uno no sabe si sentir lástima por el tal Ireneo, o si en cambio Borges nos ha puesto de frente a una suerte de existencia perfecta en su completad, autosuficiencia y desmembrado potencial. Ciertamente es digno de alabanza el estado sobreviviente que ‘consigue’ Ireneo (por imposición) después de su incapacitante accidente. Recostado en su cama con la cara vuelta a la pared, el vecino de Fray Bentos aprende latín en una tarde de sólo leer Naturalis historia de Plinio acompañado de un diccionario adecuado.


Cuenta el narrador que con una sola mirada sobre un árbol, un río o algún tratado filosófico, Ireneo Funes funcionaba como una especie de superficie-en-registro radical, absorbiéndolo todo sin capacidad de medicación, edición o considerada exclusión. El problema intrínseco a su habilidad no estribaba solamente en la incapacidad de dejar fuera cierto orden de lo intrascendente o bien, poder anular la duración de lo que hiere, sino que el proceso de rememoración implicaba el mismo tiempo que el que le había gestado. Ireneo estaba desde aquel accidente fatal condenado a vivir su vida en retrospectiva. [Ciertamente la tendencia doliente por regresar una y otra vez en añoranza sobre las cualidades que ese pasado antes de la herida prometían y quizá en ocasiones lograban, es una tortura recurrente sobre las que la mente gusta en insistirle al ánimo del cuerpo varado.] Por eso sin duda, que Borges haya mencionado casi de pasada que Ireneo estaba de espaldas cuando a su habitación entró el narrador. [Cuando leo esta mención postural doy cuenta clara de que hay que seguir pensando las significaciones presentes y negadas que comporta este ‘estar de espaldas’. ¿Se anticipa el postdoctorado?]


Lo cierto es que Ireneo pasaba sus días sobre el canto del inviable presente y el afianzado pasado, evitando ese ‘estado de caída infinita’ al que se refería Barthes entre los impulsos de la vida cotidiana como duración desenlazada antes o después de la escritura. Para Ireneo, no caer en ese abismo significaba seguir recordando, perfectamente conciente del innecesario presente que le había sido destinado. [Cuando las condiciones se asumen en integridad la línea entre lo efectivo y lo necesario se subvierte con crueldad.]


Seguramente habiendo calculado ya el corto radio de acción que su nueva condición le dispondría, Ireneo pronto debió haber entendido que cuando uno tiene que estar periódicamente tendido de lado, vale más contar con lo que se tiene dentro. Lo inquietante es que esa condición tendida obliga necesariamente al cuerpo a elegir sólo una de las vistas posibles. Ireneo eligió hacerse de una vista-pantalla sobre el muro, casi siempre a oscuras, siendo intrascendente si tenía los ojos abiertos o cerrados ya que sobre ambas –la vista nula y la mirada interior– habrían de proyectarse solamente las imágenes antes capturadas en la memoria. Así como se entiende que teniendo esta expansiva cualidad absorbente, Ireneo se hubiera vuelto ya muy reservado sobre lo que valía la pena tenderse hacia sabiendo que aquello que por accidente o decisión mirara, quedaría irreversiblemente impreso en su memoria. [Por el contrario me parece que hasta hoy yo he elegido la vista-panorama en la que extiendo imaginariamente el cuerpo sobre el horizonte marino acorde a esa misma dirección distendida. Las razones para hacerlo, imagino también, suponen una suerte de reverso a la condición esquinada que emplaza mi ubicación geográfica, física y emocional en la que habito desde el ‘accidente’. Por eso que, al contrario de Funes el memorioso mi memoria se afana en disolverse una y otra vez sobre sus estancos. De no hacerlo la cronicidad terminaría por engullirlo todo, llegando incluso a esquinar el horizonte.]


Borges nunca comenta si Funes, después de la caída, quedó perennemente acompañado de algún tipo o intensidad de dolor. De no mencionarlo podríamos suponer que no, que Funes no padeció la cronicidad del dolor sino de la inmovilidad. La distancia entre ambas condiciones –la del cuerpo tendido doliente esperando el paso del dolor y la del cuerpo tendido inmóvil esperado el paso de la memoria– supondrían un estado de convivencia consigo no muy alejado. Ambos están obligados a darle la espalda a algo. (Resucrando el dar derridiano.) El dolor da la espalda al pasado. La memoria da la espalda al presente. [Quizá si aprendiera de nuevo a recordar…]



Marcela Quiroz Luna


Tijuana, BC marzo 18, 2011

11 de marzo de 2011

Por dar (la) voz

En un no muy conocido relato, Franz Kafka describe una máquina de tortura que transfigura el proceso de la escritura en un sufriente (pero redentor) camino hacia la muerte. En “La colonia penitenciaria” (1914) el autor austro-húngaro describe un complejo instrumento de castigo inventado para inscribir sobre la espalda de los condenados el veredicto de un proceso legal inexistente. Sentenciados por imposición, los cuerpos amarrados y tendidos boca abajo –con una bola de fieltro en la boca para mitigar los quejidos– eran expuestos a soportar la inscripción punzada de su pena sobre la espalda durante 10 o 12 horas, hiriendo la letra cada vez más profundo, hasta que el cuerpo vencido por la palabra exhalara el último aliento. La máquina, compuesta como una especie de féretro de cristal saturado de ácidas agujas trazaba sobre ellos no sólo la inscripción injusta convertida en dogma incuestionable, sino que entorno a las palabras, las agujas herían el cuerpo en un sin fin de juegos decorativos embelesando la inscripción y sangrándole hasta morir. Después de las primeras 2 horas, la mordaza de fieltro era retirada de la boca condenada. El encargado de la ejecución explica cómo sucedía que, pasado este tiempo, el cuerpo no tenía ya más voluntad ni fuerza para gritar la intensidad de su dolor. Se le asumía entonces plenamente redimido. El cuerpo sobre cuya espalda la culpa iba penetrando terminaba por asumir el silencio como último estado de soporte. Perdida la voz como potencia y posibilidad de alzar de sus adentros una queja audible que pudiera ser atendida, el cuerpo terminaba por entregar sus sonidos en residuo de palabras. La cruda narrativa kafkiana lleva al extremo la lectura metafórica del cuerpo escrito convirtiéndolo en un resto de culpa impuesta, decantando con parsimonia la brutalidad de un sistema penal siempre acechante entre la profesión y la formación del escritor (no olvidemos que Kafka se graduó como Doctor en Leyes en Praga y que una buena parte de sus escritos atiende temas relativos).


Ayer por la noche sucedió la última actividad relacionada al proyecto Decaimiento Alfa del artista japonés, Shinpei Takeda, en colaboración con el arquitecto mexicano Gabriel Martínez. Un pabellón construido con cajas de cartón trazadas en grafito sobre las vibraciones de las voces testimoniales de algunos de los exiliados sobrevivientes de la detonación y secuelas radiactivas de las bombas atómicas. Ese pabellón de cartón herido fue, durante unas horas, refugio para dos mujeres que recibieron (entonces y ahora) las secuelas de los tiempos extremos de una vibración que habría de injertárseles dentro para marcar el timbre de sus memorias emocionales y corporales. Mishiko y Sue –entonces dos niñas de 11 años que vivirían para recordar sobre las profundidades de la piel las huellas del trágico agosto japonés de 1945– hablaron de sus memorias entre el sonido de un fondo de agua. Flujo irrefrenable de saturación acompañada que llevó el registro de la voz de ambas mujeres en memoria del río de Nagasaki, su ciudad natal, sobre cuyas riberas murieron tantos quemados y sedientos. Entre los muros interiores explotados de escritura obsesivamente replicada en colores sobrepuestos, recortados y encimados hasta destripar en insistencia ese gesto destructor como memoria corporal recreadora, Takeda ofreció finalmente el resultado físico y emocional de su proceso a dos de las sobrevivientes cuyo testimonio le ha acompañado desde hace 5 años.



Anoche las pequeñas mujeres hablaron en inglés y en japonés trayendo a sí como torrente revuelto las dos lenguas explotadas aquella mañana del 9 de agosto hace 65 años. Sobre el tono herido de sus voces la tenacidad de las historias parecía seguir arrancándoles la piel para, sobre ese terreno herido, continuar escribiendo las preguntas incontestadas que trajo consigo tanta muerte.


Mishiko recibió la bomba algunos kilómetros afuera del centro de Nagasaki; físicamente no recibió heridas mayores. Sue estaba a sólo 1.3 km del epicentro cuando detonó la bomba de uranio. Mishiko no volvió a ver a su padre quien esa mañana había ido a trabajar como maestro a una escuela ubicada en el centro de la ciudad como lo hacía regularmente. Mishiko platicó cómo pasó los días después de la explosión andando entre los restos de la ciudad de la mano de su madre tratando de distinguir entre los cuerpos calcinados algún rastro de lo que había sido su padre. Nunca lo encontraron. En su lugar, la madre de Mishiko tomó cenizas de una pira comunal y en una pequeña caja las llevó de vuelta al hogar como si creyendo pensar que si el destino podía ser aun amable, entre esas cenizas habría algo del cuerpo pulverizado de su esposo.


Sue sobrevivió porque su mano izquierda alcanzó a quedar fuera de la pila de escombros que la sepultó tras la explosión. Un hombre desconocido que desesperadamente buscaba a su hijo la liberó del detritus y la llevó a un refugio en el que permaneció cuatro días sin comida ni agua, con el cráneo fracturado, la mitad del rostro severamente lastimado y la pierna izquierda casi destrozada. Cuando su familia la encontró en tal estado su madre consideró que era mejor dejarla morir. A pesar de todo, Sue sobrevivió.


Ambas mujeres, a sus 77 años de edad viajaron de San Diego, CA a Tijuana, BC la noche del 8 de marzo de 2011 para convertir en cristal la piel de cartón que hizo el pabellón. Para dejarnos ver –como en la máquina de tortura inventada por Kafka en su destemplado relato– los recorridos y las profundidades de la inscripción cuando la historia se escribe inclemente sobre los cuerpos de sus testigos.


Una semana antes, Shinpei, Gabriel y yo dialogábamos-a-piso dentro del pabellón intentando responder una serie de interrogantes que durante un año fueron alimentando y determinando el proyecto. ¿Qué significa hablar al ras, apostando el cuerpo y la palabra al piso en su condición dual originaria de todo cimiento y receptiva de todo resto? ¿Qué puede hacerse aún, todavía, con el testimonio de una tragedia sean cuales sean sus dimensiones y visibilidad? ¿Es posible convertir el ser-testigo en ser-sobreviviente? ¿Cuáles son las posibilidades y limitaciones del arte para recibir y responder estas urgencias históricas de íntima necesidad?


Entonces quisimos creer que quizá ahora podríamos entender las distancias físicas, filosóficas, emocionales, contextuales artísticas y arquitectónicas que enlazan el camino entre el ser-testigo y el ser-sobreviviente. Aquella otra noche alimentados por la atenta disposición de nuestro público, un artista, un arquitecto y una escritora quisimos entender el sentido y posibilidades de nuestra responsabilidad con el cuerpo vivo de un proyecto como éste que hace por recuperar el dolor de otros desde el propio para darle voz y existencia penetrable a un tiempo inscrito sin tregua sobre la piel virgen de un par de niñas desde entonces irremediablemente envejecidas por la tortura de un dolor infinito.


Cuando empezamos a hablar de la posibilidad de construir este pabellón para dar cierre al intensivo proceso de investigación que había emprendido Shinpei Takeda cuando dejó Japón para establecerse en Tijuana hace 6 años, quisimos creer que habría para todos, en alguna parte del proceso, una sensación semejante a aquella que en la física decanta las partículas dispersas en un terreno acuoso y revuelto. El desgastante proceso constructivo y conceptual que fue dando cuerpo a esta intervención artístico-arquitectónica iba revelando algunos cantos y texturas de lo que habría de venir. Sin embargo, estoy segura de que ninguno anticipaba la potencia enceguecida de lo que estábamos dejando expuesto sobre la piel de cada uno al ir levantando ese extraño refugio de cartón. Anoche, respirando la escucha de esas dos mujeres cuyas palabras brotaban a veces impresas de la misma desesperación desoladora de las horas buscando al padre y los gritos entumidos en recuperación de una pierna explotada, comprendimos los afanes de los meses pasados. Comprendimos la urgencia de sus voces y nuestros cuerpos. Comprendimos la (im)propiedad (es decir, tan inapropiable como inmersa, impuesta en propiedad) de la memoria doliente; comprendimos el ansia por asirse sobre los restos a la propia existencia en prenda. Comprendimos que hubimos intentado dejar la piel desnuda, expuesta sobre los bordes de sus heridas, para disponer el tiempo desanudado de un encuentro improbable.


Fue también ayer por la mañana que recibí otro legado, un artículo de la teórica brasileña Suely Rolnik en el que recordaba su pasado compartido al pensamiento en voz de Gilles Deleuze. Rolnik escribía ahí sobre una experiencia vivida en su exilio parisino. En su juventud había salido de Brasil en los años sesenta huyendo de la represión político-social-cultural que asolaba su país tomado por la dictadura militar. Años después, entre las tardes francesas de sus clases de canto, la maestra le había pedido elegir una canción para realizar en ella ciertos destinos del aprendizaje vocal. Rolnik eligió sin mayor deliberación una vieja melodía brasileña. Narra entonces aun conmovida por el recuerdo, cómo fue que al empezar a cantarla reapareció en ella una voz silenciada, ya casi olvidada, en la que anidaba la sustancia vital de su pasado. Era la voz del cuerpo de su lengua. Aquella tarde, de su entrañas explotó una áspera e infértil coraza que suplantaba la piel desde el tiempo en que hubo tenido que esconderse bajo los aires de otro continente para hacerse de un idioma que entonces su cuerpo desconocía. Pero después de todos esos años en el extranjero, su lengua adoptiva, el francés, no había logrado jamás convocar en ella la vibración de un ser enfrentado al germen de su destino. Fue hasta ese día que Rolnik decidió volver a Brasil y reencontrarse con la tierra que guardaba las memorias de su pasado.


La noche de los testimonios de la mañana en Nagasaki habitó el pabellón un silencio insoluble. Las heridas y cicatrices portadas de manera visible o velada sucedieron una a una sobre la voz enunciada. Era evidente que esa noche dos mujeres habían encontrado su voz para dárnosla. Derrida preguntó hasta lo imposible qué es lo que el dar promete, qué es lo efectivamente puede lograr ese gesto que intenta entregar al otro, no el resto de uno, sino lo que habrá de restarse en él, lo que habrá posible de entregar de lo que ya no se tiene, de la herida, de la memoria, del pasado. Dar lo que no tengo, escribía el filósofo, sería la condición para el dar verdadero. No dar lo que me sobra sino lo que puede dar existencia al otro. Recibir las heridas ajenas en el tiempo de un cuerpo dispuesto a entregarse a cambio sería una forma de intentarlo. Anoche Mishiko y Sue dieron de sus memorias el timbre de la voz vibrada por las emociones que en ellas restaron de existencia la fuerza para sobrevivir.


Un pabellón de cartón que tampoco debiera haber sobrevivido con esa visible integridad el tiempo de su duración expuesta, duró para recibir de nuevo, de vuelta, de sobra, el vibrar audible de los testimonios que por fuera, hasta ayer, le narraban la piel, ilegibles. Materia altamente perecedera por su intenso nivel de absorción/ penetrabilidad, esas cajas de cartón que hacen hoy, todavía, los muros del Decaimiento Alfa albergan ya el aliento de las historias que supieron invocar. Contenido entre sus cantos espera el verdadero soporte estructural de su apilamiento embebido por la voz recuperada del daño de dos mujeres japonesas que ayer lograron volver al horror de Nagasaki para darnos la esperanza de su retorno.



En memoria de todos aquellos que hoy, 11 de marzo 2011 en Japón

empiezan de nuevo a sobrevivir.

6 de marzo de 2011

cai guo-qiang | resplandor y soledad

en una ciudad que existe alimentando un proceso acelerado de desgaste entre sus usuarios, sean transitorios o estacionarios, convictos o imaginarios, un artista chino radicado en nueva york se atrevió a jugar con símbolos candentes que resultaría sencillo llamar exotizantes.


cai guo-qiang –seguramente el artista chino con mayor reconocimiento internacional ganado por su espectacularidad pirotécnica (que desembocó ya en una muestra individual –primera para un creador chino contemporáneo en el guggenheim de nueva york y bilbao en 2008) instaló en el corazón de muac un lago de mezcal rodeado de un pedregal de lava entre dibujos detonados que evocan algo del sobrecogedor paisaje que durante siglos narraron los viajeros europeos sobre el mal llamado valle de méxico.


la pieza de guo-qiang es producto de una acertada invitación por parte del equipo de curadores y asesores del museo a trabajar in-situ. el proceso en curaduría de ben tufnell, devino entre colaboraciones con los estudiantes de la escuela nacional de artes plásticas, en una instalación pictórica-paisajística ante la que es imposible permanecer impávido. y sucede que frente a ella, se van desdibujando las muchas dudas que antes rondaban los alcances de la obra de guo-qiang –más allá de su éxito pirotécnico; como se va desdibujando en la memoria una larga lista de prejuicios iconográficos. aun después de ‘superados’ los años de ‘mexicanismo’ en el arte producido en méxico o sobre méxico asentados como tendencia recurrente de soluciones variadas durante casi todo el siglo xx, la obra de guo-qiang hace uso de muchos de sus estandartes simbólicos mexicanos como si inadvertido del peligro histórico e historiográfico que le acecharía a ojos vista. a pesar de ello o quizá por ese acto de flagrante ignorancia (acaso no por desconocimiento sino por decisión) sobre los tabus nacionalistas, la obra que consiguió conformar como integridad envolvente en una de las salas del muac es ciertamente avasallante embestida de un estado en calma ya desconocido en la ciudad.


el problema de la experiencia abismada de palabras que pone sobre el cuerpo la intervención de cai guo-qiang es que pareciera que después de verla, hay que tratar de responder (aun si de forma ‘culturalmente obligada’) ciertas interrogantes sobre la justicia de su pertinencia. por ejemplo, ¿cómo explicar la rotundidad de su emplazamiento dentro de las salas del museo en un contexto que apenas va saliendo de (con la cierta intención de olvidar a toda prisa) un casi por completo infecundo año de homenajes bicentenarios (anti)nacionalistas de todo tipo, tenor y género? ¿cómo es posible hoy justificar esa mirada extranjera llena de reposo y destrucción más allá del enmudecimiento que se asienta entre cada uno de los visitantes apenas se recorren la puertas de vidrio niebla para develar el universo recompuesto que un artista chino de mediana edad ha venido a enseñarnos? ¿cómo salvarnos de decir palabras excedidas sobre una experiencia que se ofrece, sin más, abierta y desbordante a los sentidos perfilando con profunda desolación y belleza un estado contemplativo sobre lo que resta de nuestra conciencia histórica ancestral?


he venido buscando las respuestas desde que lentamente anduve casi ceremoniosamente sobre los cortes de piedra volcánica que rodean el espejo de agua tersa, descubierta entre transparencias opacas, vertido de cientos de litros de mezcal solicitados por el artista. he querido entender cómo es posible argumentar la pertinencia de un xipetotec revelado entre destellos carcomidos frente a un sol que se sigue consumiendo en sobrevuelo de volcanes y mezquites tendidos sobre los muros de una de las salas de triple altura del elegante museo de arte contemporáneo diseñado por teodoro gonzález de león (inspirado a su vez en gran parte por la arquitectura contemporánea oriental).


¿haría falta con describir el proceso de creación de los numerosos bocetos explotados en gran formato que suspendidos sostienen los restos de una geografía majestuosa ya casi sólo imaginaria? si tal, tendría que explicar que desde sus inicios cai guo-qiang ha aplicado su conocimiento y experiencia al manejo de la pólvora –no sólo sobre el aire en explosiones grandilocuentes para consumo masivo, sino que lo ha hecho en papel perfilando acercamientos de orden íntimo. su forma de trabajo sucede con la ampliación de pequeños bocetos que el artista traza para luego traducir en paneles compuestos de gran tamaño sobre los que recorta (frecuentemente con la ayuda de un amplio equipo de voluntarios) zonas de acción y resguardo entre las que los hilos de pólvora serán detonados. todo este proceso sucede a piso, confirmando la cualidad poéticamente topográfica fundacional que albergan sus obras. una vez explotada la pieza, los voluntarios apagan los restos inflamados con pequeñas bolsas de algodón blanco. así se construye el cuerpo principal de la obra producto de una meticulosa preparación entre zonas explotadas dispuestas entre plantillas de cartón y zonas cubiertas que sólo reciben los restos de las explosiones contiguas como tonalidades residuales. después, aún al suelo una vez retiradas las plantillas de cartón y los tabiques que sostienen la cubierta (también de cartón) que cubre el completo de la superficie para tratar de contener el humo que expele la combustión, el artista detalla su dibujo sobre ese primer gran registro con pequeñas y puntuales explosiones aisladas para convocar y completar los cuerpos y volúmenes que su gestación inicial dejó inscritos con avasallante velocidad de sucesión. en esta ocasión, guo-qiang hizo detonar sus bocetos sobre pliegos de papel algodón de gran formato dando cuerpo y un transfondo luminoso a los brotes de energía contenida entre los minerales que configuran las reacciones combustivas entre los diversos tipos de pólvora implementados que sus trazos y plantillas buscan dirigir –siempre en complicidad con el azar y lo incontrolable de todo proceso de orden natural­– para dejar sus huellas inesquivas sobre el hospitalario soporte de la fibra compacta de algodón.


sobre su obra el artista ha explicado que lo que en ella se hace visible no es realmente el estado de la materia sino la energía que sus procesos de combustión convocan; son sus piezas conflagraciones naturales esenciales en las que se hace evidente de manera contundente y pasajera la potencia en constante suceder que sostiene el flujo de la existencia. así es como sus dibujos existen sobre la definición imposible de una serie de pequeñas explosiones articuladas y diseñadas entre recorridos precisos (aun cuando incontrolables en su resultado final) de pólvora de diversa configuración, cantidad y disposición. de tal suerte que sobre la línea del lomo de un caballo el artista coloca una plantilla recortada que cubrirá esa pequeña parte del soporte de la serie de minúsculas explosiones que darán forma reconocible a la crin del animal sobre los tonos distendidos del algodón quemado. los resultados ópticos de este proceso sobre la superficie densa del blanco algodón son extraordinariamente parecidos a las delicadas pinceladas y difuminados atmosféricos de la pintura tradicional china realizadas también con tinturas minerales. guo-qiang se enlaza con la historia sobre las texturas de materiales naturales y sus formas de existencia, interacción y degradación. a veces usa hojas de árboles, tabiques, piedras, ramas y distintos tipos de pólvora –algunas se consumen en tonos marrones, otras veces tienden al negro puro, algunas otras parecen resurgir en amarillos apagados. pero no es sólo la expresividad de los materiales naturales como materia prima lo que el artista retoma de su herencia cultural, en la obra creada para el muac, incluso retraza uno de las pinturas de wang wei (reconocido pintor y poeta chino de la dinastía tang, siglo VIII). el águila que sostiene el vuelo en un instante de despliegue-en-contención no es, como fuera posible afirmar, una mera inspiración simbólica del águila que horada el escudo nacional mexicano, sino que su memoria figurativa sucede como reverencia a la tradición figurativa de la cultura a la que cai guo-qiang pertenece.



originariamente, el término pólvora en chino significa ‘medicina de fuego’ siendo que desde hace siglos se ha utilizado con fines curativos (como desinflamante y antioxidante, entre otros). cuando guo-qiang habla de su obra, suele referirse a este origen etimológico medicinal. las vinculaciones contemporáneas sobre el uso artístico del compuesto mineral se desenvuelven con mayor fluidez cuando se parte de ello. reafirmar las posibilidades ‘benéficas’ del arte (en el más puro espíritu aristotélico) supone una posibilidad de encuentro sobre la tradición occidental ante el anclaje ‘medicinal’ que accederíamos a convocar sobre el material fundacional de la mayor parte de obra de quo-qiang. a un lado habría que recordar la dicotomía significante de la voz griega pharmakon –cura y veneno– a pesar del riesgo anunciado de caer en infecundas previsiones de corte dualista entre pares/opuestos configuradores de una suerte de orden cósmico-lógico. ciertamente no ha de ser esta la intención si no es para comprender el movimiento de fuerzas antagónicas que siembran la posibilidad reflexiva como estado en gestación consumida en la obra de arte. (recordemos una de las aseveraciones más penetrantes de t.w. adorno cuando afirmaba que las verdaderas obras de arte eran aquellas que se consumían a sí mismas; esta obra de guo-quiang asume en literalidad la valoración del teórico alemán.)


con absurda ligereza se ha dicho que la pieza de guo-qiang en el muac [como han sido anteriormente otras de sus obras de factura semejante como la recientemente comisionada por el museum of fine arts de houston (odyssey, 2010); así como la intervención creada para el hiroshima city museum of contemporary art (unmanned nature, 2008)] es una instalación teatralizada (injertando en tal designación un cuestionado carácter espectacular-dramatizado). siguiendo su lectura de forma literal, sin duda parecerían sobrar elementos para soportar tal aseveración; sin embargo, hay algo eficientemente logrado en esa pieza difícil de apuntalar y sin embargo, contundente. hablo aquí de ‘eficiencia’ en el sentido taoista; una eficiencia que tiene lugar más allá de la majestuosidad de los recursos visibles que hacen la pieza.


intentaré explicarlo en la sutileza del aroma alcoholizado que sostiene el aire dentro de la sala. aun siendo el espejo de agua (en réplica del lago de texcoco) vertido de incontables litros de mezcal, el aroma que entibia la sala es casi imperceptible. incluso, si se entra desconociendo la configuración acuosa central, sería muy difícil definir que hay ahí otra cosa vertida que no sea agua. es así un asunto de densidades más que de olores lo que consiguió eficientemente detonar el artista. cargado de una densidad particularmente sutil, el espacio atmosférico de la sala está investido de una cierta parsimonia olfativa que hace condensarse la temperatura en un tono casi neutro. el aire respirado y exhalado por la superficie alcohólica del lago sucede invisible –más no insensible– ante nuestra presencia. una especie de perpetua evaporación tinta de extraña pulcritud el espacio respirable. y sin embargo los dibujos-en-explosión confirman el estado empañado al que ajustan la mirada de los espectadores. la cadencia que las quemaduras disponen sobre los inmensos soportes son a veces tremendamente violentas en su destrucción; otras veces, las conformaciones residuales son más amables, menos angustiosas, dócilmente poéticas; como si queriendo salvar el resto de la superficie configurando un entorno brutalmente táctil –aun cuando su emplazamiento suspendido entre muros y techo sugiere su estancia inaccesible. cura y veneno, herida y bálsamo, las destrucciones creativas de guo-quiang son conflagraciones confinadas al destino dispuesto de revelar su temporalidad capturada más allá de ese instante que hubo sido solamente suyo, solamente propio, al resto invisto.


guo-qiang nos obliga a ver la ruina impresa como figura evocativa de un tiempo tan abandonado como promisorio. ‘resplandor y soledad’ es el título de la instalación –ambas fundiciones se ofrecen ahí dentro, dejando en el cuerpo el rastro de una añeja convicción ya indecible. confirmando, sin embargo, que es posible recuperar el registro de la historia y su memoria como materia tangible y latente de una obra que supone enarbolarse no sobre la condición irónica, desesperanzada o meramente crítica del contexto y condición contemporánea, sino atendiendo el tono vertebral de sus silenciadas vibraciones. lejos de fecundar un impulso prehispanista, independentista o revolucionario (siendo que ha incluido referencias representativas de estos momentos históricos en los dibujos explotados) la obra logra sostenerse en una condición paisajista atemporal que dispone el cuerpo a un estado de contemplación inexpectante. se circulan así los cantos en ribera de un ennegrecido cuerpo de agua suponiendo su centro-en-cráter a un despliegue ritual del andar entorno. la mirada recorre a distancia los cuerpos reconocibles vegetales, animales y humanos que condensan una geografía familiar cuya temporalidad no remite ya al remoto pasado que representa sino que comporta su existencia como devenir sucediendo al pulso individual. la delicada topografía que condensan las pequeñas combustiones (in)controladas por el artista despliegan en prenda la energía que permite su creación-en-devastación. evidenciada la imposibilidad para dirigir el trazo y efectos del dibujo en pólvora, las obras se convierten en una especie de fondo inmanente para el suceder del curso de la existencia (es decir, de la vía, del dao). una existencia no demasiado preocupada por los detalles entre los que tropieza el andar de su historia.



cai guo-qiang | resplandor y soledad

museo universitario de arte contemporáneo

hasta el 27 de marzo, 2011.

texto e imágenes: marcela quiroz