4 de enero de 2011

Sobre lo que se es capaz de recordar


Hace casi un año me encontré por primera vez con una obra chiquita que contenía otra obra dentro incluso más pequeña. La de adentro era una réplica de un retrato de Rembrandt; lo de afuera incluía la fotocopia de un peludo perro blanco perdido y una leyenda explicando el porqué de la inclusión relacionada de tales imágenes. La fotocopia en blanco y negro era considerablemente más grande que la pintura al óleo –casi diminuta; situadas en un mismo espacio enmarcadas sobre una hoja corriente de guía telefónica. La leyenda decía lo siguiente:


“Esta fotocopia de un perro perdido me recordó el autorretrato de Rembrandt de 1629 que está en la antigua pinacoteca de Munich. Se parece más en los pelos chinos de la cabeza, los cuales Rembrandt en el autorretrato esgrafió sobre el óleo fresco. Los ojos del perro se parecen más a los últimos autorretratos por la tristeza y el cansancio que proyectan. / No es que esté diciendo que este perro perdido pueda ser Rembrandt… de ninguna manera. Sería un perro de 402 años de edad y que además pinta personas como si fueran masas pastosas que emiten su propia luz…. Aunque tampoco lo estoy negando implícitamente. / Primero había pensado recortar una imagen del autorretrato pero preferí optar por el dicho jarocho de que “el que quiera pescado fresco que se venga a mojar las nalgas”, así es que lo pinté. Al final acabó pareciendo lo que no quería: un recorte pegado por el hecho de haber enmascarado el rectángulo donde iba a pintar y después haberlo rellenado con la imprimatura y el óleo. Al quitar la máscara pude percibir, mirando la imagen de cerca y como de lado, un reborde, un tope que da la sensación de pegatina (shit!) pero en realidad yo lo pinté.”


El autor, radicado en Coatepec, Veracruz, firmaba: Juan Cházaro.


Esta obra fue la ganadora de la IV Bienal Nacional de Artes Visuales Miradas 2010 organizada por la Fundación Codet Vision Institute (institución benéfica contra la ceguera fundada en Tijuana, BC por el Dr. Arturo Chayet). La decisión unánime de los jueces (yo entre ellas a un lado de Cynthia Macmullin –curadora del Museum of Latin American Art en Long Beach, CA y Elsa Medina –reconocida fotógrafa mexicana) no fue recibida con anuencia por el común del público y el medio artístico local. ¿Qué tenía que hacer una aparentemente intrascendente pieza semi-pictórica que parecía nada sino un ejercicio de collage en proceso en el que su autor narraba sin mayor empacho el orden de su camino reflexivo sobre la aparentemente descuidada factura de un pastiche de referentes y medios esencialmente inconexos (es decir, un perro perdido cualquiera y el autorretrato de uno de los más grandes pintores de la historia del arte occidental)? ¿Por qué premiar una obra que, lejos de abordar de manera abierta, contundente y evidente el sentido de la vista –como muchos suponen es no sólo pertinente sino exclusivo como temática de la bienal– decidía por confesarse como un ejercicio íntimo y poco pretencioso sobre el sentido personal del ser-mirando?


Muchas otras preguntas se sumaron a éstas enunciadas entre-voces discordes el día de la inauguración. Preguntas que han ido apareciendo y reinventándose en mi memoria desde entonces cuando en reiteradas ocasiones vuelve el recuerdo de esta obra ‘chiquita’ de Juan Cházaro.


Entre ellas, una sola serviría para atender las interrogantes que varios artistas y espectadores dejaban sobre el pequeñísimo autorretrato copiado con impávida maestría por el artista veracruzano. ¿Qué puede decir sobre las búsquedas contemporáneas del arte el encuentro narrado de un asombroso parecido entre una mala fotocopia de un perro perdido y el recuerdo revisitado de una obra de arte ejemplar en la historia de la pintura occidental?


En su descripción acompañando la imagen enviada como parte de la ficha de inscripción a la bienal, Cházaro aseguraba que “el pixeleado de la fotocopia me hizo pensar en ciertos rasgos de la densidad atmosférica que hay en los autorretratos de Rembrandt, así que comparé la fotocopia con reproducciones del autorretrato de 1629. Al estar comparando la fotocopia y reproducciones se me planteó el problema de la observación como un problema acerca de la integridad u originalidad en el arte, cuál es el más parecido al original, o cómo se enriquece o demerita la obra cuando de ésta se hace una apropiación.”


Efectivamente el juego de imágenes que Cházaro eligió para dialogar en la pieza asentarían los elementos suficientes para entablar consideraciones sobre el estatuto ‘reproducible’ de la historia del arte y su consumo virtual o distanciado del original como práctica común y extendida entre buena parte de los estudiosos y practicantes del arte. Habla también de los criterios de originalidad y unicidad de la pintura frente a los medios de la era de la reproductibilidad mecánica (en este caso evidenciados por la fotografía del perro (en tanto fuente ‘primera) y la fotocopia (segunda, tercera, etc) en re-reproducción de la imagen de la perdida mascota.


Sin embargo, estos asuntos no resultan particularmente iluminadores en el contexto presente; siendo que mucho se ha pensado y escrito ya sobre el distanciamiento del orden de la representación entre medios. Las obras en fotocopia han estado presentes en el arte desde los años sesenta; el falso problema sobre la pérdida del aura y artisticidad entre la fotografía y la pintura ha sido atacado por todos los flancos; y el rescate de obras ‘clásicas’ en propuestas más ‘contemporáneas’ ha estado presente en todo momento de la historia del arte. Entonces, de nuevo hay que preguntarnos ¿qué es lo que hay en esta obra de Juan Cházaro llamada “Perdidos y peludos” que resulta tan valioso como propuesta de lectura y reflexión contemporánea sobre el quehacer artístico?



La respuesta se me formula con declarada claridad. Lo que sustenta su trabajo e inequívoca presencia es un asunto de densidades sensibles y memoria. Intentaré explicarme recordando una de las ideas que encuentro más interesantes entre los diálogos platónicos. Aquella enunciada en Menón sobre la relación y sentido del aprendizaje y la memoria. En este diálogo Sócrates entabla con su interlocutor una interesante reflexión sobre la condición intrínseca o aprendida de la virtud. Como sería su costumbre tras un juego retórico demostrativo-derivativo entre ejemplos vivos argumentales, Sócrates confirma que el aprendizaje de cualquier esencia virtuosa en el hombre no es sino producto de la memoria; siendo que partícipes como somos de un alma inmortal, los hombres habitamos el mundo en un estado de rememoración de aquellas virtudes y saberes que nuestra alma ya alberga de otras vidas y otros tiempos como prueba de nuestra naturaleza divina. Si decidiéramos seguir la línea de aquello que Platón aseguraba entonces como germen memorioso de toda virtud podríamos explicarnos sin mayor complicación cómo es que la mirada de un joven pintor veracruzano hoy es capaz de ver y entender con esclarecedora precisión las texturas y ensombrecidas iluminaciones de una pintura retratada por un maestro danés hace cuatro siglos.


De esta forma lo enunciaba Platón en voz de Sócrates “Luego, si la verdad de los objetos está siempre en nuestra alma, nuestra alma es inmortal. Por esta razón, es preciso intentar con confianza, el indagar y traer a la memoria lo que no sabes por el momento, es decir, aquello de que tú no te acuerdas.” En ello encuentro el valor lúcido de la obra de Cházaro siendo una pieza animada vitalmente por un proceso tan intuido como cierto, pleno de confianza en el proceder de su mirada al encuentro de esos estados de confluencia fundamental en el devenir de la práctica, la existencia y la memoria del saber.


En Fedro, otro de los diálogos, entre los más sustanciales al sentido del arte, la escritura y la memoria, a medio camino de la disertación dialogada, el interlocutor de Sócrates afirma la necesidad envolverse por completo el rostro con un paño negro. Esto, según afirma en imperiosa necesidad, para dejar fuera las imágenes del mundo exterior (visible, tangible) que, en el ejercicio de rememoración y raciocinio en el que está inmerso, suceden sólo como accidentes en distracción de su propósito central: el de recuperar esencialmente en la memoria las ideas fundantes de su argumentación. Con este gesto Platón enuncia con declarada contundencia su postura frente a las imágenes del mundo vs las imágenes del alma que anidan en la memoria. Las primeras no siendo sino sombras en una caverna; las segundas, incuestionablemente ciertas cuando proceden del interior.


Me parece que este mismo diálogo de negociación entre la mirada visible (aquella llamada por lo ‘evidente’ del mundo y sus objetos) y la mirada sensible (llamemos así la mirada que observa hacia su propio interior) es lo que pone en juego Juan Cházaro en su obra. Así es como el artista habiendo despertado las imágenes de su memoria (desde el sentir de las miradas entristecidas de los autorretratos tardíos de Rembrandt) se encuentra en comunión de sustancias intangibles sobre la mirada pixeleada de un perro perdido. Sin duda, el acabado pobremente fotocopiado de la imagen ‘nada tendría que ver’ con las pinceladas entre densidades y brillos de óleo del maestro danés, y sin embargo, la comunión detectada por Cházaro es de una profundidad tal que resulta imposible dictarla imperfecta o equívoca.


Es ésta una obra que aún hoy –cuando en el común probablemente hemos perdido y olvidado casi por completo la posibilidad de pensar y creer en los ideales defendidos hace tantos siglos por Platón– nos recuerda sin mayor esfuerzo que algo de ellos permanece en el gesto artístico impulsando la mirada de aquellos que, todavía no encandilados por el espectáculo de su propia potencia mercantil, recuerdan cómo ver.

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